Álvaro Lara / Biólogo
🕑 16 de junio 2020
En su novela “Viaje al centro de la Tierra”, Julio Verne nos traslada a un mundo fantástico que yace bajo nuestros pies. Los protagonistas se adentran a las entrañas del planeta en un descenso aparentemente interminable; el cansancio se apodera de sus cuerpos, la sed agrieta cada espacio de su piel y un paso en falso podría significar la muerte. Sin embargo, al llegar al fondo del abismo, se encuentran con paisajes extraordinarios y seres vivientes que parecían haberse extinguido hace millones de años.
A simple vista, podría parecer que un relato semejante sólo tendría lugar en la imaginación desbordada de un escritor, pero, al igual que muchas otras obras de ciencia ficción, posee un gran componente de verdad.
Un grupo multidisciplinario de 12 investigadores y estudiantes de la Escuela de Ciencias Biológicas de la PUCE decidieron descender a las profundidades de la Cueva de los Tayos, con el fin de descubrir lo que aún se esconde a los ojos de la ciencia. Y, tal como ocurrió con los intrépidos personajes del libro, los retos y maravillas que encontraron a lo largo del camino no los dejaron indiferentes.
Un lugar mágico
Ubicada en la provincia de Morona Santiago, al suroriente del Ecuador, la Cueva de los Tayos debe su nombre a la presencia de unas particulares aves nocturnas denominadas tayos, que migran hasta este increíble paraje para reproducirse. A lo largo de su extensa historia geológica ha sido el refugio de diversos organismos y, en los últimos milenios, de varias culturas.
Las cuevas, tal como las grandes montañas de los Andes, son sitios con un gran significado espiritual. Invitan a la meditación, al enfrentamiento de los miedos personales, pero también reflejan la dualidad de la naturaleza, con su abrumadora fuerza y su abundante generosidad; la oscuridad que representa muerte y la luz que es sinónimo de vida.
Durante la prehistoria, las cuevas fueron el primer refugio de la humanidad y el primer lugar donde plasmamos la visión del mundo que nos rodeaba. Es probable que para nuestros ancestros también fuesen sitios de conexión con el dominio de los muertos y que muchos de los ritos que practicaban se originaran en ellas.
El ejemplo más claro de nuestro inquebrantable lazo con el mundo subterráneo data de hace aproximadamente 35.000 años, cuando nuestros antepasados empezaron a representar formas y figuras de la naturaleza a través de la pintura rupestre. Asimismo, los conquistadores españoles y los indígenas de Centroamérica intercambiaron mensajes al dibujar símbolos que representaban su forma de entender la espiritualidad en una cueva, sin encontrarse físicamente en el mismo lugar ni en el mismo momento.
Las ideas que saltan a la mente cuando pensamos en la Cueva de los Tayos pueden ser la de jóvenes que se aventuraron a las profundidades por mera curiosidad, la de parejas enamoradas con un destino trágico o la de algún cazador que siguió a su presa hacia lo desconocido. El límite solo lo pone nuestra imaginación.
Misteriosa, enigmática, infinita, desafiante, contradictoria, húmeda, bulliciosa y alucinante son las palabras con las que los visitantes describen la cueva, no en vano ha llevado a muchos a proponer descabelladas teorías sobre su origen, que van desde el misticismo hasta la conspiración. No obstante, también es un santuario natural, cuya biodiversidad es aún desconocida.
No mires hacia abajo
Para llegar a la Cueva de los Tayos se requiere de apenas dos elementos: una canoa que nos adentre un poco en la selva y un gran estado físico para soportar la larga caminata bajo condiciones de humedad y temperatura sofocantes. Si a eso le añadimos el hecho de tener que cargar tanto el equipo que se debe llevar para realizar el descenso como el material científico, la tarea adquiere proporciones titánicas.
El verdadero desafío llega cuando empieza el descenso hacia las entrañas de la cueva. Algunos estudiantes experimentaron una sensación incómoda al mirar hacia abajo, no solo por el miedo que los invadía al saber que podían caer de una altura de más de 70 metros, sino porque también los envolvía la oscuridad. Así, prefirieron apuntar sus linternas hacia sus compañeros y mirarse el uno al otro. La confianza los llevaría hasta el fondo de la cueva y esa misma confianza los regresaría a la superficie, pensaban.
A pesar de que ya se sentía el cansancio en el cuerpo, la mente se mantenía intacta y estaba lista para trabajar. Al menos eso creyeron, hasta que el tiempo empezó a pasar y la sensación de nunca volver a ver la luz del día se apoderó de ellos. La oscuridad se convirtió en su compañera indeseable. Pero, para los personajes de esta historia, no todo era miedo, ya que la cueva empezó a mostrar lentamente sus secretos y poco a poco “vieron una luz al final del túnel”.
Un descubrimiento singular
Según Santiago Burneo, especialista en murciélagos, la ausencia de luz solar en las cuevas evita el asentamiento de organismos fotosintéticos, quienes hacen las veces de paneles solares, pues captan la energía de la luz y la almacenan de modo que otros seres vivos puedan aprovecharla. Por ello, son la base de las cadenas alimenticias. En consecuencia, las especies que habitan estos espacios dependen de la energía producida en la superficie.
Animales nocturnos como los tayos y los murciélagos se adaptaron a tales condiciones; usan la cueva para descansar durante el día y salen a buscar su alimento por la noche. Pero no son los únicos, dado que insectos, crustáceos, moluscos, anfibios, peces, bacterias, hongos e invertebrados también se encuentran presentes en estos oscuros lugares.
Fernando Marín, biólogo, cuenta que, pese a no haber observado mucha diversidad de plantas, “el mundo microscópico de la cueva esconde secretos que no podríamos ni imaginar… las interacciones que existen entre las especies son sorprendentemente complejas y difieren de aquello que observamos en la superficie”. Sin embargo, sus esfuerzos no se quedarán ahí, pues él y su grupo de trabajo desean darle una aplicación práctica a sus hallazgos, a fin de otorgarle un valor agregado y que sea de mayor utilidad para las personas.
Por su parte, Francisco Romero, estudiante del grupo de entomología (insectos) e ictiología (peces), aspiraba encontrar peces en El Sumidero, una parte inundada de la caverna. El guía les comentó que era bastante improbable encontrar algo moviéndose en esas aguas. Pero, después de una extensa búsqueda y mucho trabajo, logró recolectar varios ejemplares que, con suerte, podrían ser especies nuevas.
Camila Cilveti, especialista en microbiología, cuenta que el reto más complejo fue mantener vivos la mayor cantidad de microorganismos en el laboratorio. En este caso, su estudio se centrará en buscar posibles cualidades de levaduras frente a bacterias que amenazan la salud humana o contra hongos que afectan a las plantas.
Los descubrimientos que estos científicos realizaron no han hecho sino rasgar la punta del iceberg. Ahora están trabajando incansablemente en sus laboratorios, con el objetivo de analizar y describir la diversidad de las muestras recolectadas. Su meta es escribir la primera publicación científica sobre la diversidad de la Cueva de los Tayos.
Un equilibrio delicado
Por desgracia, a pesar de todo el esfuerzo que se ha puesto para conservar la Cueva de los Tayos, las actividades humanas la están poniendo en peligro.
Hace tiempo, en Limón Indanza, un pueblo cercano a la cueva, se reportaron varios deslizamientos de tierra que dejaron a muchas familias sin hogar. Se cree que las causas son la deforestación y los asentamientos en sitios inapropiados. Lastimosamente, la zona se encuentra concesionada a las mineras, cuyas prácticas podrían comprometer la integridad de la cueva y la de las personas que habitan sus alrededores.
Andrea Caicedo, estudiante del grupo de microbiología, menciona que la cueva se está dañando también por culpa del mal manejo del turismo: “Nosotros siempre usamos guantes para evitar afectar las rocas de la cueva. Las operadoras turísticas no obligan a los visitantes a utilizar guantes y eso tiene efectos devastadores en este ecosistema subterráneo”.
Rubén Jarrín, biólogo y fotógrafo de naturaleza, dijo que la cantidad de personas que visitan la cueva anualmente está aumentando a un ritmo preocupante. Uno de los guías le contó que un grupo de cincuenta personas ingresó al lugar y destruyó varias formaciones rocosas, además, dejaron basura en túneles profundos y escribieron sus nombres en las paredes: “Creo que es una reliquia en riesgo y, a menos que el turismo se controle, su destrucción será inevitable”, dijo.
Emergiendo de las profundidades
Como ocurre con todo viaje, la persona que va nunca es la misma que regresa, y esto no fue distinto para quienes tuvieron la oportunidad de experimentar en carne propia lo que Julio Verne, inspirado en los avances científicos de su tiempo, pudo únicamente imaginar.
Francisco Romero me dice que la expedición le brindó confianza y fortaleza para seguir trabajando y proteger a todos los seres que tejen la red de la vida. “Mientras me dirigía hacia la superficie, una voz me llamaba de vuelta y me pedía que me quedara, pues mi trabajo aún no había terminado”.
Para Nicolás Castillo, la expedición significó un cambio en la manera de ver su formación profesional: “Ahora quiero dedicarme a estudiar la vida en las cuevas; hay muchas cosas que no sabemos y siento que puedo dar mucho más de mí para hacer aportes a esta área del conocimiento”.
A manera de reflexión, el biólogo y fotógrafo de naturaleza, Esteban Baus, dice: “Si me hubieses preguntado en ese momento si regresaría a la cueva algún día, probablemente te habría contestado con un rotundo no. Ahora, siento que quiero volver más preparado física, logística y mentalmente”. Para Esteban, el mundo de las cuevas es un ecosistema que tiene mucho que ofrecer a nuestro entendimiento de la naturaleza, de modo que es nuestro deber proteger lo que se encuentra dentro y alrededor de ella: “Estos hallazgos deben trascender la ciencia y empujarnos a reflexionar sobre políticas con miras a la conservación”.
La Cueva de los Tayos es una reliquia en riesgo que debemos conocer, respetar y proteger. No solo porque sus habitantes son aún un misterio para la ciencia, sino también porque guarda una parte de nuestra historia como especie.
Como dijo alguna vez el famoso naturalista inglés, Charles Darwin, “el amor por todas las criaturas vivientes es el más noble atributo de los seres humanos”.